1/6/10

"Señal reveladora"

Era tarde en la madrugada y, como acostumbraba, entre bostezos e insultos, la Sra. Tawer se levantó para ir en busca de un vaso de leche tibia a la cocina –había oído en la radio que eso era bueno para el insomnio-. Lo que jamás entendería era esa sensación de cansancio y agotamiento que la obligaba a acostarse bien temprano, para luego no cerrar un ojo el resto de la noche. Había consultado a varios médicos sobre su trastorno, pero éstos no hicieron más que aconsejarle lo que ya sabía, y no resultaba. Muchos otros sugirieron ciertos medicamentos que le permitirían dormir aún mejor que antes, pero ella se negaba rotundamente, no quería “intoxicarse”. Mientras tanto su marido Alfred acompañaba la situación con ronquidos, ésos que ella tanto deseaba poder tener. Pero no había caso, y al final terminó por acostumbrarse.
Cada día que pasaba Julie se dedicaba a las cosas del hogar, miraba algo de televisión, hojeaba la revista que le llegaba diariamente y descansaba en el sofá que consideraba el más cómodo, uno tapizado con una tela decorada con palmeras y reposeras, que no quedaba muy acorde con la habitación en la que se encontraba, pero no le causaba molestia alguna, era su favorito. En cuanto a Alfred, él ya estaba jubilado al igual que su esposa, pero no había podido abandonar su viejo oficio que tantas satisfacciones le había dado, en su acogedor taller de carpintero a la vuelta de su casa; ya no cobraba por sus trabajos, sino que su labor pasó a ser definitivamente uno de sus pasatiempos, dedicándose a construir con creatividad todos aquellos elementos que creía, podían servirles y gustarles a sus vecinos. Su esposa, por el contrario, no estaba de acuerdo con esas ideas locas de su marido, y no había mañana en la que no tratase de convencerlo de que se quede en casa de una vez por todas y aparte de sus intereses a ese “roñoso” taller, tal como lo calificaba. Pero Alfred no sentía ningún fastidio por realizar aquella tarea y la consideraba la más interesante de todas.
A lo largo de los años estar despierta durante todo el día comenzó a irritar a la Sra. Tawer, quien ya había perdido la paciencia y también la esperanza de poder dormir nuevamente. Fue entonces cuando decidió pensar en qué podía hacer durante la noche que la mantuviese entretenida y lejos de preocuparse por lo que estaba atravesando. Se le ocurrió pintar, escribir, tejer y hacer manualidades, pero pronto se dio cuenta de que no tenía ninguna habilidad relacionada a esas opciones. Pero al mismo tiempo se planteó descubrir cuál era la razón por la cual había dejado de dormir. Ella no era médica ni psicóloga, pero sabía muy bien que nadie la conocía mejor que ella misma, y así supo que estaba en condiciones de hallar la respuesta. Probó a dormir en otra cama, en la habitación de al lado de la matrimonial, con un colchón más cómodo y sin ronquidos, pero no logró dormirse. Intentó entonces escuchar música hasta conciliar el sueño, pero sin éxito. Incluso realizó varios ejercicios sentada en su sofá para cansarse más de lo normal, pero tampoco alcanzó el objetivo. Concluía ahora que lo que le impedía dormir no era ni su marido, ni la cama ni su cuerpo. Era algo más, oculto y… ¿acaso desconocido?
El matrimonio Tawer siempre se consideró a sí mismo incrédulo, realista, práctico y resistente, aunque últimamente Julie dudaba de algunas de esas características. Por ejemplo, notó que en su cabeza aparecían ideas plagadas de fantasmas, espíritus y malas energías, cosas que hasta ese momento consideraba estúpidas y propias de la ignorancia. Decidió pensar con mayor claridad, pero no podía, la idea de que había algo sobrenatural dando vueltas por la casa la volvió loca y no paró hasta contratar a expertos en la materia; un martes por la tarde, después de la siesta y de que Alfred se fuese al taller, dos mujeres vestidas con prendas egipcias y un hombre con un taparrabos blanco, pelo largo y barba llegaron a la casa. La Sra. Tawer temió al verlos, pero se tranquilizó al instante al enterarse de que se trataba del equipo de espiritistas que había contratado a escondidas de su esposo. Los tres sujetos llevaban nombres extraños, y le advirtieron a la mujer que no los pronunciase jamás si quería seguir protegida por los santos. No vale la pena aclarar que Julie se arrepintió de su decisión de traerlos a su casa, pero recordó su propósito y supo que debía tratarlos amablemente.
La más joven de las mujeres, de cabello corto y rubio, hizo la señal de la cruz antes de ingresar al domicilio, y gritó una frase inentendible, aborigen de acuerdo a lo que aclaró luego, que, según ella, le avisaría a cualquier espíritu presente que alguien llegaba para enfrentarlo. La segunda mujer, morocha y más alta que la primera, entró a los saltos imitando a un gorila, animal que intimidaría a ese tal espíritu presente, y el hombre, que entró en último lugar, gateó en círculo por algunos segundos aclarando que simbolizaba al huracán de las tinieblas, el cual succionaría al espectro una vez que lo atrapasen. La Sra. Tawer no podía creer lo que veía, era como un espectáculo de circo pero tenebroso. Sin embargo, estaba dispuesta a aceptar lo que sea para solucionar su problema.
Durante dos horas y media los tres espiritistas recorrieron la casa cantando y bailando grotescamente, mientras Julie, que no se animaba a interrumpirlos, deseaba que no aparezca Alfred, que seguramente llamaría a la policía. Cuando terminaron ese escandaloso ritual, las dos mujeres se echaron al piso formando una V corta, y luego el hombre se recostó sobre ellas y de esta manera formaron la letra A, comentando que era el comienzo, el inicio, el origen de todo, y que a ella se debía la existencia de los cuatro elementos. Julie asentía con su cabeza a todo lo que decían mientras cruzaba los dedos índice y mayor de su mano derecha detrás de su espalda. De repente los tres se levantaron bruscamente, abrazaron a la señora, le dijeron que se quede tranquila porque no habían hallado nada perjudicial y que había sido un gusto conocer su casa. Julie se apresuró a cerrar la puerta con llave apenas salieron, y comenzó a ordenar rápidamente las prendas, los libros, los adornos y la vajilla que quedaron desparramadas por toda la casa, antes de que Alfred regresara.
A la mañana siguiente la Sra. Tawer descubrió que faltaba parte del dinero de su jubilación, el que guardaba en su mesita de luz, y pronto comprendió el error que había cometido: solicitar ayuda a tres maniáticos estafadores que no hicieron otra cosa que abusar de su tiempo y su confianza. Se dirigió a su cómodo sofá y rompió en llanto. Ahora se daba cuenta de lo que puede llegar a hacer una persona si se encuentra desesperada.
No fue hasta después de dos meses que Julie se atrevió a confesarle a Alfred lo que había hecho. Él no se mostró enfurecido, pero sí profundamente decepcionado de su esposa: ella no siguió sus principios y ni siquiera apeló al sentido común a la hora de actuar. Pero lo que más le molestaba, obviamente, era que se lo ocultó y no depositó en él la confianza que se merecía para tratar juntos la cuestión. Desde aquel momento la relación entre ambos no fue la misma, nunca antes existió un secreto que los dividiese, ellos estaban acostumbrados a compartirlo todo. Fue por eso que Julie hizo todo lo necesario para recomponer su vínculo con Alfred y se mostró de nuevo despreocupada acerca de su insomnio como solía hacer antes. Todo parecía tomar el rumbo correcto a la tranquilidad a la que acostumbraban.
A medida que pasaba el tiempo, la Sra. Tawer continuaba con sus recorridos nocturnos sin mayores cambios, hasta que lo increíble volvía a su vida más concretamente que nunca: mientras tomaba un té de tilo, obsequio de una vecina, al mirar hacia el techo, en grandes letras color oro, se mostraba un mensaje con la respuesta que buscaba desde hacía años y años, pero que no dejaba de resultar asombroso...
“¿Para qué quieres dormir si no tienes por qué hacerlo?; le debes tu vida a la sabia noche, y aún así no te muestras agradecida. No atentes contra la que es tu única alternativa, y contempla la luna con mejores ojos.”
La Sra. Tawer ahora lo comprendía todo: sus sueños de pequeña, sus delirios adolescentes y sus manías adultas. Todo giraba en torno a su esencia y a sus pretensiones, y sintió que había fallado; necesitó desorientarse para darse cuenta y continuar. Y por si fuera poco, debía abandonar cuanto antes a Alfred, quien, por su parte, iría temprano en la mañana a la ferretería para reponer su pintura dorada, esa tan especial y casi mítica.

Juan I. Tolopka

1 comentario:

Anónimo dijo...

pienso que una persona por mas logica que sea en momentos de desesperacion cree en todo aunque no tenga sentido,intenta caminar por muchos rumbos pero nunca llega a destino.intenta buscar soluciones complejas y alejadas cuando la solucion es simple pero la desesperacion no te deja ver lo que tienes al alcance de tus ojos.

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